martes, 18 de noviembre de 2014

La palabra

Cuando era niña, quizás con ocho o nueve años, solía levantarme muy temprano los fines de semana, me gustaba estar a solas en el salón, en silencio, con todos dormidos todavía y coger la enciclopedia de la librería. Leía las definiciones de las palabras, una a una, aleatoriamente. Disfrutando del placer de descubrir.

Quizás porque estamos montando una pequeña biblioteca infantil en el grupo de juegos de la Asociación de vecinos me ha venido a la memoria estos recuerdos. Ver a Nino entusiasmado colaborando conmigo y con otros adultos y niños codo con codo revisando libros, organizando edades, decidiendo estantes...

Ilustración: El cielo por el tejado


Cuando era pequeña, desde que nací hasta justo los nueve años, pasaba largas temporadas en cama, enfermaba a menudo y eso me brindaba la oportunidad de poder leer a mis anchas, de poder aprender de verdad empapándome de todo aquello que necesitaba. Mi madre me traía a la cama el montón de cuentos que yo devoraba uno tras otro en aquellas interminables mañanas convalecientes. Practicamente siempre eran los mismos, tenía una pequeña colección (que aún guardo) de cuentos clásicos y fábulas. Esopo, Andersen, y alguno más se colaban en la cama conmigo y convertían mi pequeño cuarto en un bosque lleno de historias de animales, princesas, moralejas y sucesos fantásticos. Alguna vez me traían, comprado en el kiosko de prensa de la esquina, alguno de esos cuentos troquelados con historias típicas de mujeres muy pobres que lograban conquistar a grandes príncipes. Dibujos con grandes cabezas, mejillas sonrosadas y largos vestidos entallados.

La pequeña biblioteca que estamos amasando tiene mucho de polvo y viejas historias. Libros y cuentos cedidos, donados, regalados o abandonados a su suerte asoman su patita por debajo de la puerta en espera a que alguien les abra. Algunos con más de treinta años de vida. Otros son nuevos a estrenar, con olor a papel y tinta de papelería. Donados por una editorial que tiene claro que leer no es cosa de niños, sino de personas que lo necesitan y que, a veces, miden poquito.

Recuerdo que tenía unos diez años cuando escribí una novela. Una familia entera que huía de la vieja checoslovaquia para escapar de la guerra. Recuerdo el mapa que trazaba el camino errante, la búsqueda de las ciudades, los nombres impronunciables que encontraba a mi paso. Y sobre todo las imágenes. No hice ni un sólo dibujo de aquello que imaginé pero en mi mente quedaron prendidas las escenas que trasladaba en palabras. De forma misteriosa aquellas palabras dibujaban en mi mente de forma permanente.

Ilustración: El cielo por el tejado


Entre mis editoriales favoritas, no es ningún secreto, está Kalandraka. Hace sólo unas semanas que recibí un correo de ellos respondiendo a mi solicitud de libros para nuestra pequeña biblioteca de barrio. Es un barrio humilde, de realojos, casitas de obra y población que no tiene fácil el acceso a la cultura. No sé si nos hizo más ilusión que alguien prestase atención a nuestro pequeño proyecto o que fuese precisamente esa editorial, llena de autores con sensibilidad y amor por lo diferente la que respondiese a nuestra llamada. Quizás por eso, por diferente, se colaron sus álbumes ilustrados, enormes y llenos de color, entre nuestros pequeños estantes.

Yo no pensé que tuviera tanto que decir mientras escribía todo aquello en mi pequeño cuarto en casa de mis padres. Ni sabía en aquel entonces que con todas esas lecturas estuviese rellenando los estantes vacíos de mi propia niñez. Devoraba la palabra, definida en diccionario o navegando entre historias, daba igual. Pero devoraba.
La palabra. La importancia de decir lo que necesitas. La necesidad de encontrar la palabra. Y el regalo de que alguien ponga la palabra junto a ti, en ese preciso momento en que tu lo necesitas.
A veces hay palabras que llegan a ti y duermen hasta que un día despiertan. Como los bebés que comienzan a hablar después de tanto tiempo callando. Y a veces hay palabras que llegan tarde a ti, pero las recoges igualmente con dulzura, las incorporas a tu escenario y las vives con pasión hasta que decides que ya no las necesitas más porque puedes superar todo aquello que expresaba.
La palabra viva, la palabra oculta y la palabra durmiente. Todo aquello allí estaba, y yo sólo tenía que abrir el cuento y leer para cazarla.



Mi sincero agradecimiento a la editorial Kalandraka, y a Maria Luz por la donación de esos libros que tantos momentos vividos con pasión nos van a regalar a todos (grandes y pequeños) de este barrio sencillo.

Mi pequeño homenaje a mi madre, que tanta pasión por la lectura me regaló en mi infancia, que no tengo espacio en blanco en esta hoja para escribir mi agradecimiento.

Mi gran admiración por mi pequeño gran lector que aún no sabe leer, por ese gran enamorado de las historias que ya las sabe contar, por esa pequeña sonrisa que se le escapa cuando asoma la cabeza al cuento y me dice mamá... ¡cuéntame más!